En la película “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú” un oficial americano enloquecido envía un bombardero equipado con armas nucleares contra la Unión Soviética. Incapaz de frenar ese ataque, el Presidente de Estados Unidos se reúne en la Sala de Guerra con el General Turgidson, el asesor de armamentos Doctor Strangelove y el embajador ruso para advertir a éste de que es un accidente y rogarle que no tomen represalias.
Pero el representante ruso revela entonces la existencia de una Máquina de la Destrucción Total, un sistema automatizado imposible de desactivar que controla los misiles nucleares rusos y que lanzará una respuesta inmediata en caso de ataque. El Doctor Strangelove interviene entonces explicando por qué no puede ser desactivada:
– Ciertamente. Señor Presidente, no sólo es posible sino esencial. Es la idea que da sentido a esta máquina. La disuasión es el arte de producir en la mente del enemigo el miedo a atacar. Por tanto a causa del proyecto de una decisión automática e irrevocable que excluye toda voluntad humana, la máquina de destrucción total es aterradora, fácil de entender y, desde luego, muy convincente…
“Ojalá tuviéramos una de esas máquinas” remata el General Turgidson.
Esta clase de estrategias fueron estudiadas por los matemáticos y economistas dedicados a la llamada “teoría de juegos” y cuya considerable influencia en la Guerra Fría con sus elucubraciones acerca de la destrucción mutua asegurada fue parodiada por Peter Sellers con este Doctor Strangelove, a medio camino entre el ingeniero espacial de pasado nazi Wernher Von Braun y John Von Newmann, un genio austrohúngaro de las matemáticas que participó en el Proyecto Manhattan y que se definía a sí mismo como «violentamente anticomunista y mucho más militarista que lo normal».
Concretamente, la Máquina de la Destrucción Total representa la estrategia que el economista Thomas Schelling definía como “un sacrificio voluntario pero irreversible de la libertad de elección” y ha sido siempre una de las opciones favoritas de cualquier estratega. Desde “quemar las naves” como se atribuye popularmente a Hernán Cortés, cruzar el Rubicón como las legiones de Julio César o encadenarse a los cañones como algunos soldados alemanes durante la Primera Guerra Mundial, se trata de en todos esos casos de obligar y obligarse a uno mismo a no retroceder.
Pero también es una opción muy recurrida en todos los ámbitos de la vida social. Cada vez que en cualquier conflicto o negociación alguien describe su posición como la de alguien obligado por una fuerza ajena a él (lo siento pero… tengo que cumplir las normas, son las órdenes de mi jefe, ese día que propones ya he quedado, este es todo el dinero que tengo disponible, etc…) y por tanto mera correa de transmisión de algo innegociable y que debe ser impuesto sin remedio a la otra parte. Es decir, perder libertad de elección puede ser una ventaja en una negociación, como dice de nuevo Schelling “si un hombre llama a la puerta trasera de casa y dice que se matará a menos que le demos 10 dólares, es más probable que consiga esa cantidad si tiene los ojos completamente enrojecidos”.
Las pasiones que nos ciegan
Esto nos lleva a la tesis que defiende Steven Pinker, profesor de psicología de la Universidad de Hardvard, que sostiene que las pasiones que a veces nos ciegan y pasan a tomar el control de nuestra voluntad -desde la furia vengadora ante un agravio hasta el enamoramiento que te deja hecho una piltrafilla- no serían antiguos vestigios del cerebro reptiliano, sino emociones que evolucionaron a la par que la inteligencia para desenvolverse en unas relaciones sociales de creciente complejidad.
La razón, la inteligencia, el neocórtex o como queramos llamarlo no habría logrado imponerse poco a poco, aunque todavía en un frágil equilibrio, a esa irracionalidad atávica tal como solemos creer, sino que habría sido diseñada (léase “diseñada” en sentido metafórico y dentro de los parámetros del darwinismo) para desconectarse temporalmente ante esas emociones. Éstas harían de fiadoras, de Máquinas de Destrucción Total que permitiesen al sujeto hacer verosímiles sus promesas y amenazas al desencadenar una furia tan destructiva que acababa resultando perjudicial para los propios intereses del individuo, y por tanto especialmente disuasoria. Así que una emoción irracional resultaría, paradójicamente, la opción más racional o al menos la de mayor valor adaptativo en la evolución.
Bien, nuestros antepasados vivieron en sociedades donde no podían demandar a nadie que les agraviase, así que tener una especie de interruptor de la ira en el cerebro tiene su utilidad, de acuerdo… ¿Pero qué tiene que ver con todo eso la emoción del enamoramiento a la que antes aludía? Pinker incluye tanto el enamoramiento como la desolación de la pérdida entre las emociones de efecto disuasorio, veamos por qué.
En el mercado del amor no se devuelve el artículo
Tener hijos con alguien, cuidarlos y proveerlos es la mayor promesa que puede hacerse y como estamos viendo una promesa necesita una fianza para resultar verosímil. Como es sabido la búsqueda de pareja es un mercado en el que uno adquiere el mejor producto que puede comprar con aquello que tiene para ofrecer.
Pues bien, existe el riesgo de que una vez adquirido el producto encontremos otro mejor y dejemos a la pareja abandonada en el momento más inoportuno, quizá ya con un niño al que mantener. ¿Cómo minimizar ese riesgo de abandono?, pues, de nuevo, quemando las naves de regreso, encadenándonos esta vez no a los cañones de una trinchera sino a otra persona, dándole visibles muestras de que se ha renunciado a sopesar alternativas a ella, a todo grado de racionalidad y cálculo, es decir uno “se ha enamorao”. Un inciso para recordar que estamos hablando en términos de selección natural, es decir, descendemos de aquellos que al tener ese llamémoslo «carácter enamoradizo», lograron más descendencia a la que transmitir esa peculiaridad. Las letras de las canciones rebosan de metáforas sobre el amor como algo que sobreviene, que anula la voluntad, que esclaviza y del que no podemos escapar… Faltaba hasta ahora compararlo con la Máquina de Destrucción Total de la Unión Soviética. Pues eso es lo que es.